Como tantos otros autores, Eddie Campbell empezó siendo Alec MacGarry y acabó siendo Eddie Campbell. Como aquel Pinocho que empezó siendo una ficción de madera y, tras mucho deambular, acabó encontrando la realidad, la carne, el hueso, el corazón, las lágrimas. Y es que a lo largo de los dos tomos que conforman este «Alec» (publicados ambos en nuestro país de la mano de Astiberri), el autor describe una progresiva evolución desde la despreocupación y la disipación alcohólica de juventud, cuando era más fácil obligar a Campbell a que vistiera la gabardina raída de MacGarry, hacia una madurez en la que la profesionalización y la intelectualización del medio de la novela gráfica sigue chocando frontalmente, una y otra vez, contra la posibilidad de mantener una vida «normal» que queda al descubierto sin los ambages de la ficción. Un camino que se inicia en el juego de espejos que pretende un cómic auto-biográfico escorado y lateral pero que acaba en una especie de diario al descubierto en el que, superado el exhibicionismo del cuerpo, la nueva frontera es el exhibicionismo de la mente con finalidad fliantrópicas. ¿O no debería ser el fin último de cualquier dietario el conocernos y comprendernos mejor a nosotros mismos?
Nadie debería temer, sin embargo, que este sea otro más de los centenares de intentos de alcanzar la notoriedad a través de un medio tan trillado como la novela gráfica autobiográfica. Para empezar porque, para notoriedad, a Eddie Campbell le basta y le sobra con la conseguida con la sublime «From Hell» (a cuatro manos con Alan Moore) o con «La Agencia de Detectives Black Diamond» (en compañía de Charles Gaby Mitchell). Para continuar, porque «Alec» no es una obra que haya nacido a rebufo de esta última fiebre por el género: es un «work in progress» puro y duro que empezó a publicarse por entregas en 1981 y que ha continuado a ritmo pausado -pero religioso- durante tres décadas incansables, como una maratón grabada a cámara lenta pero en la que, al reproducirse a velocidad normal, los cuerpos y las mentes maduran a cámara rápida. Y para acabar (y por encima de todo), en cierto momento de «Alec» el mismísimo Alan Moore afirma que el medio del cómic, a diferencia de otras artes que supuestamente ya han llegado a su edad adulta, todavía no tiene una Capilla Sixtina o un «Ciudadano Kane» (aunque, ¡menudo uno para afirmar semejante cosa!)… Pero es que si consideramos «Watchmen» como la sublimación absoluta del género superheróico, «Maus» como el cúlmen del relato histórico ficcionado a través del tamiz de las viñetas y cualquier obra de Chris Ware como el punto álgido de la utilización posmoderna de las herramientas comiqueras, es de recibo situar a «Alec» como el máximo exponente de la novela gráfica autobiográfica.
Y, de hecho, hay que repetirlo: es un exponente máximo que se adelantó a su tiempo. Que ya en la década de los 80 le tomó el pulso a la escena underground a base de una táctica de guerrillas: con ráfagas cortas en formato de mini-relato mutante, sin forma fija, con al maleabilidad de la materia gris que se tuerce y se retuerce con tal de convertirse en la vasija perfecta para dar cabida a nuestros pensamientos. En «Alec«, Eddie Campbell fuerza una y otra vez los límites de lo que se preconcibe como «novela gráfica» tanto en su forma (con esos deliciosos tramos en los que el estilo del autor fagocita fragmentos de otros autores y obras) como en un fondo que se niega a conformarse con la supesta superficialidad del medio y que siempre pretende la trascendencia y la intelectualización (y, creedme, así escrito es muchísimo menos divertido que toparse con ello encapsulado en las páginas de este cómic). De esta forma, los mini-relatos se agrupan en estructuras macro que, a su vez, pretenden una narratividad interna como conjunto en el que hay dos puntales que resaltan, uno por cada uno de los tomos en los que ha sido publicada «Alec» en nuestro país.
El grupo que conforma «Cómo Ser Artista» sería el primer punto de inflexión: una enciclopedia bastarda en la que Campbell no sólo describe su propia trayectoria artística (siempre espejada en otras trayectorias paralelas que el artista no duda ni un momento en expoliar e incorporar), sino que incluso consigue ir de lo particular a lo general (la generación de artistas underground ochenteros) e incluso sale victorioso a la hora de plasmar con verosimilitud el accidente catastrófico entre el arte y la vida. Por otra parte, «Después del Narigudo» (ya en el segundo tomo), significa la plena asunción de la situación personal de Campbell: el Narigudo no es más que la propia neurosis del autor, una neurosis en forma de ridículo tipo disfrazado de mosquito (o algo así). Una vez superada la juventud de pubs (representada con sinceridad y de forma curiosa entre lo vibrante y lo apático) y los primeros simulacros de vida adulta (relaciones fallidas, amistades idealizadas que caen de su pedestal), una vez asumida la certeza de que la vida -su vida- se basa en empezar proyectos que nunca acabará (como esa «Enciclopedia del Humor» que queda tritemente sin finiquitar), Alec MacGarry ya no es Alec MacGarry, sino un Eddie Campbell en una madurez artística pletórica y desafiante. Un Pinocho de carne y hueso, con corazón y lágrimas que ya no ha de empeñarse en demostrar que es real. Sólo ha de esforzarse en vivir.. y dejarnos disfrutar de sus vivencias a la vez que nos hace pensar sobre nosotros y sobre el medio. Que no es poco.
[Raül De Tena]