La nueva entrega de Voz y Botox, nuestra Columna Interestelar, es un sentido homenaje a alguien que es necesario homenajear: La Veneno.
Hoy es un día de mierda. Dejadme que lo diga así, sin medias tintas ni paños calientes. En Estados Unidos han dado la victoria al terror, a la incultura y a la intransigencia. Donald Trump se añade a la lista de presidentes que son un cuadro a los que los americanos les han dado las llaves de la Casa Blanca (Nixon, Reagan, los Bush… Les va marcha). Es una noticia triste para el mundo.
He visto en redes sociales a gente quejándose de que nos lamentemos de algo que pasa en la otra punta del mundo, que deberíamos preocuparnos por lo que pasa aquí, cerca. Pues bien, aquí hoy se nos ha muerto un icono. Se nos ha muerto una mujer que nos enseñó que no tenemos por qué aceptar jugar con las cartas que nos dan cuando nacemos, que el humor no nos evita las desgracias pero las hace más llevaderas y que demostró que, siendo una persona iletrada, de orígenes humildes, uno se puede comer el mundo con el ingenio suficiente. Se nos ha ido La Veneno. Se ha muerto nuestra Divine.
Este viernes tenía que hacerse uno de los famosos «Polígrafos» de «Sálvame Deluxe«. Hace dos semanas visitó el plató para presentar las memorias que han visto la luz gracias a la periodista Valeria Vegas, y todo apunta a que estaba en negociaciones con Mediaset para participar en la próxima edición de GH VIP (aunque ella dijo en la presentación del libro que ni muerta se metía en la casa de Guadalix con un montón de “muertos de hambre”). En esa aparición en el «Deluxe» explicó que estaba feliz, bien, contenta con su vida. Que había dejado atrás a La Veneno para ser, más que nunca, Cristina. Tras pasar años lejos de los focos, Valeria Vegas había conseguido darle a Cristina el reconocimiento que llevaba años pidiendo a gritos silenciosos y que el público le debíamos.
Su terrible final, al margen de las circunstancias que lo rodean, nos debe hacer pensar que este reconocimiento le ha llegado tarde. Cristina se merecía saborear su vuelta al ruedo con más detenimiento porque no existe en nuestro ideario popular personaje que merezca más el apelativo de Ave Fénix que ella.
Como explica en sus memorias, resurgió de sus cenizas cuando abandonó Adra, su pueblo en Almería, siendo un adolescente, cansada de las palizas y el ninguneo de su madre y se trasladó a Marbella primero y a Madrid después con ganas de comerse el mundo. Lo hizo también cuando peleó contra las travestis que le hacían la vida imposible por pura envidia. Ni los transexuales del Parque del Oeste, ni los chaperos, ni los chulos ni los clientes pudieron con ella. Se ganó su sitio literalmente. De allí no la sacaba ni Dios.
Tuvo que ser Pepe Navarro el que la arrancara de su vida en el parque. En 1996 se prendó de ella cuando la vio en un reportaje que emitieron en «Esta noche cruzamos el Mississippi«, aquél programa contenedor que la hizo famosa (¿o se hizo famoso el programa gracias a ella?). En el libro cuenta cómo una redactora del programa la estuvo persiguiendo semanas para que participara en él. Ella no quería. No quería fama. No quería dejar su trabajo. Ella siempre estuvo orgullosa de ser prostituta y siempre decía: “Yo lo que he hecho toda mi vida ha sido follar y putear”. Ella, que toda su vida la había pasado caminando con sus altos tacones por encima de la línea que separa a los hombres de las mujeres, nunca renunció a su ser, ni se avergonzó de absolutamente nada. ¿Cuántos de nosotros podemos decir los mismo al levantarnos por la mañana?
Cristina se había alicatado a la vida tras superar tres años en la cárcel -en el módulo de hombres- que la dejaron devastada y deprimida. Cuando perdió lo que más le gustaba de sí misma, su espectacular físico. Ahí también resurgió cuando perdió un montón de peso y dejó atrás los 122 kilos que cogió en la cárcel.
El brillo en la mirada, eso sí, no lo perdió nunca. Esa mirada con la que, aseguraba, hacía que te corrieras sin tocarte. Ese brillo se ha apagado. Nos quedamos sin sus exabruptos, sin sus genialidades, sin sus burradas, sin sus pelucas y sin sus transparencias. Se ha ido cuando aún le quedaban muchas cosas por decir. Se nos ha ido la mujer más auténtica que ha pasado por nuestra tele y por nuestra memoria reciente. A partir de ahora, cada vez que digamos aquello de “¡Pero camigaaaa! ¿¿Pero tú quien eres peazo puta??” deberíamos mandarle un pensamiento al cielo en modo de derechos de autor. Es lo mínimo.