«The Get Down» pide te pide un acto de fe, que creas en la fuerza del romanticismo… Pero, si le das lo que pide, te recompensará con creces.
Vivimos en un mundo (catódico y /o real) que se impuso en aquel tránsito que fue de «Los Soprano» a «The Wire» y que sigue dando coletazos tan frenéticos como el de, por poner un ejemplo, «Making a Murderer«. Es un mundo violento, hiperrealista, opulentamente pesimista y exento de cualquier tipo de humanismo. Un mundo del que brotan las series que mola afirmar que te gustan, ya que te otorgan un halo de culteranismo a la vez que un aura de hombre curtido en la calle. Ese es el mundo en el que vivimos. Pero otros mundos son posibles.
Podría decirse que «Lost» y «Juego de Tronos» abrieron la brecha en el muro de las lamentaciones de las ficciones oscuras y veristas del momento actual. Ambas series demostraron que había ganas de escapismo… Pero no sólo eso. También demostraron que no es necesario tirar de realismo sucio para que un producto sea considerado «serio». A ese respecto, ahí están también todas las series de superhéroes de la Marvel, la popularización de «Dr. Who» más allá del ámbito freak, «American Horror Story» y todo lo que vendrá detrás, que no es poco. Desde hace unos años, vivimos un imparable ascenso y reivindicación de la serie B catódica: de un tiempo a esta parte, la ciencia ficción y periferias se han demostrado capaces de articular discursos complejos y estimulantes.
Y repito: esto demuestra que otros mundos son posibles. Que a nadie le amarga el dulce de la fantasía… Pero, aun así, y como no podía ser de otra forma, en este nuevo abrazo de la ficción pura y dura hay niveles, y no es lo mismo celebrar una ciencia ficción medievalista con complejísimas tramas de conspiraciones políticas que, por el contrario, festejar algo como el romanticismo más clásico. El romanticismo no. El romanticismo no es cosa seria. El romanticismo no es aceptable en una época como la nuestra. Pero, por suerte, siempre existen rebeldes como Baz Luhrmann, dispuestos a poner los huevos (bueno, los huevos no, que es una imagen muy cafre, olvidad que he dicho eso y cambiad los huevos por los ramos de rosas románticas) sobre la mesa.
Dicho esto, hay una certeza de la que no podemos seguir huyendo: «The Get Down«, la nueva serie de Luhrmann para Netflix, es una serie profundamente romántica (a muchos niveles). El primer capítulo (de hora y media de duración) lo deja muy clarito al asimilar las formas de la dupla pluscuamperfecta del director australiano: las constantes formales de «Romeo + Julieta» y «Moulin Rouge!» son la herramienta con la que el realizador falsea ahora la Nueva York de los años 80. El espacio se convierte en una mezcla onírica de realidad y ficción, de granuladas imágenes de archivo superpuestas en maquetas que nunca buscan la verosimilitud, sino que pretenden (y consiguen) capturar el imaginario de una época y un lugar y, sobre todo, la forma en la que ese imaginario ha quedado prendido en el inconsciente colectivo.
Desde el principio, «The Get Down» se esfuerza porque nos olvidemos de la Nueva York que conocemos y entremos de cabeza en el escenario teatral y pintoresco de un cuento, tan de cuento como la Verona de «Romeo + Julieta» o el París de «Moulin Rouge!«. Y, evidentemente, si Luhrmann fuerza el escenario de esta forma hacia el panorama de cuento es, precisamente, porque lo que vamos a ver representado en su interior es eso: un cuento de principio a fin. Un cuento, además, poderosamente romántico y con una intención clarísima de funcionar con la coyuntura de las leyendas orales populares.
En esta serie hay una historia de amor a la vieja usanza (amor interrumpido por un entorno familiar y social hostil), hay un grupo de niños perdidos luchando por encontrar su camino, hay héroes que luchan contra sus circunstancias para alzarse desde la miseria y obtener un final feliz… Pero, sobre todo, hay dos relatos temáticos que condicionan (para bien) todo el argumento. El primero es, evidentemente, el rizoma genético del musical como código genérico cinematográfico y televisivo. Los capítulos suelen abrirse y cerrarse con un rapero en el presente (el protagonista, Ezekiel, interpretado por Justice Smith) que canta sobre su difícil pasado. Y, de hecho, las entrañas de cada capítulo están preñadas de música, ya sea como cuña para situarnos cronológicamente en los 80 (aplauso para el apropiacionismo del «Vitamin C» de Can) o como parte diegética de la trama (ojito al explosivo «Set Me Free» con featuring de Nile Rodgers).
El segundo relato predominante es una especie de cuento ancestral chino que repta por las profundidades del revoltoso lago de «The Get Down» y articula las desventuras de un personaje en concreto. Desde la aparición de Shaolin Fantastic (interpretado por el magnético Shameik Moore), todo a su alrededor empieza a funcionar como si nos encontráramos dentro de una película de artes marciales. El nombre del chaval no deja lugar a la duda: su camino de aprendizaje para convertirse en un dj a la altura de los mejores de la época sólo puede ser andado por la senda marcial de Bruce Lee. Shao siempre está corriendo y saltando como si estuviera en un combate de artes marciales, viste con un estilizado uniforme (que tiene su clave en las Puma Clyde rojas) y todo el tinglado que monta en «The Get Down» es para hacerse con la gracia (y las enseñanzas) de su gran maestro: Grandmaster Flash.
Y este es, sin lugar a dudas, el gran acierto de la serie. De la misma forma que «Romeo + Julieta» aplicó la chapa y pintura a personajes clásicos como un Mercutio fiestero, un Romeo emo multicolor y una Julieta al borde de lo maleni; de la misma forma que «Moulin Rouge!» reinterpretó el París bohemio como pasado por un filtro de MDMA… De la misma forma, Baz Luhrmann (y sus compañeros directores, porque él no firma todos los episodios) toma la Nueva York de los 80 y hace lo que le da la real gana. Ahí está la aparición furtiva de la cultura Ball y el Vogue en el último capítulo (todo mucho más glamourizado de lo visto en, por ejemplo, «Paris is Burning«), la fugaz mención al punk en una cena o la escena de graffiteros que convirtió Nueva York en su patio particular en aquella década. Todas ellas deberían ser «ampliadas» en los futuros capítulos de «The Get Down» (ya que, por ahora, recordad, lo que hemos visto todos es tan sólo la primera parte de la primera temporada).
Pero, sobre todo, «The Get Down» puede y debe entenderse como el típico relato de una escena que muere pisoteada por otra escena que nace. El pasado contra el futuro. La tradición que se resiste al impulso de la modernidad. La escena que muere es la disco, que proporciona a Luhrmann la excusa perfecta para formalizar impactantes escenas como las de Les Inferno (con esa bestia negra que es el personaje de Cadillac, interpretado por Yahya Abdul-Mateen II) o, sobre todo, las que giran en torno a la heroína femenina de esta historia: esa Mylene Cruz (una Herizen F. Guardiola que parece una copia juvenil de Beyoncé) destinada a convertirse en una diosa de la música disco latina.
La escena que nace es la del hip-hop, y a ese respecto Baz Luhrmann ha sabido beber directamente de la fuente de mitos que siguen vivos. En el primer capítulo, Shao explica a sus nuevos colegas que Nueva York está dividida en tres territorios regentados cada uno por un dj magistral: Grandmaster Flash, Kool Herc y Afrika Bambaataa. De hecho, el «The Get Down» del título de la serie hace referencia a la técnica con la que, en las míticas fiestas ochenteras de la ciudad, estos mismos djs conseguían crear enloquecedores loops sonoros sobre los que los MC rapeaban y con los que la gente de la calla bailaba poseída. Mitos vivientes que vienen a habitar¡ una ficción con una dimensión ya de por sí mítica que late viva y gozosamente sangrante.
Personajes reales y ficticios se trenzan en una trama que es el equivalente narrativo a los escenarios / maqueta de Baz Luhrmann. Una ficción que se niega a forzar apariencia de realidad para que te lo creas… Por el contrario, «The Get Down» lo que fuerza es la suspensión de la incredulidad de un espectador vacunado contra el romanticismo. Todo en la serie son gestos grandilocuentes, tramas incoherentes (con una deliciosa tendencia hacia las escenas cruzadas en un crescendo de tensión que acaba en desparrame), héroes impulsados por la fuerza del amor y personajes que, si somos sinceros, nos dejamos de creer hace varias décadas.
Ahora, (presuntamente) queremos personajes complejos, con dobleces sorprendentes, con más fondo que forma. Luhrmann no entra en ese juego. Lo que hace el director, por el contrario, es darte la oportunidad de que recuperes un poco de aquella inocencia con la que abrazabas las películas y las series tiempo atrás, cuando todo era menos complejo, cuando no vivíamos en este mundo de realismo oscuro y pesimista. Este mismo verano, «Stranger Things» nos obligó a recuperar el «sense of wonder» del cine infantil que nos dio la vida en los 80. Y, en esa línea, «The Get Down» sólo te pide una cosa: que te la creas. Que hagas un acto de fe. Que no te pongas complejo. Que no intelectualices todo lo que veas. Que no te dejes llevar por la cabeza, sino por el corazón. Eso sí, si le das lo que te pide, «The Get Down» te va a devolver a cambio una cosa de valor incalculable: te va a dar la vida. Y poco más puedo decir. [Más información en el Facebook de «The Get Down»]