Raúl Arévalo se pasa al otro lado de la cámara para dirigir «Tarde Para La Ira», una sorpresa que ya se ha convertido en must de este año 2016.
Ateniéndonos a sus últimas interpretaciones, uno podría calificar a Raúl Arévalo con ese apelativo clásico de «actor de carácter». Toda una raza que se remonta al gangsterismo de James Cagney (con el que, por cierto, guarda ciertas similitudes al explotar de igual manera su vis cómica e incluso bailarina), a los periplos oscuros de Edward G.Robinson en el cine noir o incluso a los tormentos traumáticos, violentos y alcohólicos de John Cassavetes. Por ello, que su debut como director sea un thriller resulta por un lado esperable y por otro generador de expectación. Al fin y al cabo, para muchos Raúl Arévalo es la personificación del thriller patrio.
Lo que Arévalo nos ofrece en su «Tarde Para La Ira» es la constatación de que no sólo es alguien acostumbrado a lidiar dentro del género, sino que es un amante del mismo. Sin embargo, algo como esto, que podría haber desembocado en un film de multirreferencialidad, de pastiche reproductor de filias cinéfilas, se convierte en un ejemplo de cómo se puede rendir homenaje desde la esencia, desde los cimientos arquitectónicos, sin necesidad aparente de rendir pleitesía explícita a ellos.
Estamos ante un film de construcción sólida, de concisión argumental y precisión de planificación que, al mismo tiempo sabe que un metraje limitado no es excusa para la precipitación o la hipérbole. Arévalo muestra que la creación de atmósferas y personajes merece su tiempo y su formato. Por todo ello, puede que «Tarde Para La Ira» nos remita y reverbere en argumento, formato y contexto a gente tan variada como Sam Peckinpah o Eloy de la Iglesia, pero finalmente se ejecuta en su totalidad como un film de personalidad propia, casi autoral.
Lo que se nos muestra es un mundo sórdido, sucio, y descontextualizado. Un ecosistema de criminalidad de baja intensidad, de trapicheo suburbial y supervivencia casi animal. La imagen, granulada, desenfocada por momentos, junto a la puesta en escena de aires anacrónicos nos permite saber que, aunque nos encontramos en un tiempo relativamente presente, podríamos estar asistiendo a una de esas películas del subgénero kinki, tan en boga a finales de los 70 y los 80. Violencia barriobajera, cierto, pero muy alejada de la explotation del tema en cuanto a lo explícito de la misma. No es que se desdeñe o sea insinuada de forma lateral, bien al contrario (su aparición siempre es furiosa y contundente), pero lo realmente importante es su latencia, la sensación de omnipresencia, de tormenta a punto de estallar en cualquier momento, en cualquier gesto, en cualquier mirada.
Porque «Tarde Para La Ira» es sin duda una película tremendamente humana, un film que realza por encima de todas las cosas las complejidades y ambigüedades de cada uno de los personajes. Hablar de héroes y villanos, o incluso de antihéroes (aunque Antonio de la Torre sea algo muy cercano a ello) parece reduccionista en este caso. Lo que hay es una predilección por el seguimiento íntimo, por comprender y analizar cada acción. Por ser próximo sin perder distancia, por tratar de dotar y mostrar humanidad y prescindir de maniqueísmos, por ser lo más realista posible.
El conjunto final puede parecer quizás un compendio de convenciones genéricas, un cierto déjà vu fílmico en cuanto a lo temático. Por el contrario, estamos ante una película que trasciende todo ello a través de una mirada sino única sí diferente, propia y personal. Raúl Arévalo demuestra saber lo que se trae entre manos, discerniendo entre la pasión genérica y la referencialidad aleatoria, ejecutando un film que pudiera haber caído en lo rutinario y que, sin embargo, se convierte en algo sólido, sucio, remarcable, personal y a fin de cuentas memorable.
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