«El Rey Tuerto» es una película que te pide algo que no te va a pedir ninguna otra película ahora mismo: que opines, sí, pero que opines después de pensar.
Como periodista que lleva cierto tiempo por aquí y que ha tenido la suerte (nunca me lo explicaré, la verdad) de haber visto los mundillos de los que escribo desde atrás, desde las bambalinas, hay algo que siempre me había dado mucha rabia… Ese momento en el que estás leyendo una crítica de una película que a ti ni fu na fa, pero resulta que el texto se deshace en halagos, así que miras la firma y, ¡zas!, encuentras la explicación a todo. Qué curioso, ¿no? Si resulta que el periodista que firma es colega del director. Qué maravilla, ¿no? Si resulta que esta periodista hace un par de días fardaba de que el director le pagó un billete de avión para ir a ver el rodaje. Aha. Ehem. Qué chachi todo.
Así que, antes de meterme en faena, no voy a esconder que el director de «El Rey Tuerto«, Marc Crehuet, es amigo mío. Si alguien quiere dejar de leer aquí, que lo haga. Yo mismo he tenido mis propias movidas mentales a la hora de ponerme a escribir este texto. Pero al final me he atrevido a hacer eso que yo mismo he censurado tantas otras veces en tantos otros periodistas por varios motivos. El primero de ellos es que, como persona que ha estado presente en todo el proceso que ha conllevado «El Rey Tuerto» (os lo explico luego, esperad), creo que tengo un par o tres de herramientas con las que puede resultar interesante abordar esta película. El segundo de los motivos es, básicamente, que Marc Crehuet se ha marcado un debut en largo con alma de clasicazo. Una puta maravilla de película, hablando en plata.
Pero vamos a por «el proceso» del que escribía antes. La cuestión es que, aquí y ahora, he de confesar que, en el momento en el que entré en la sala de cine, mi historia con «El Rey Tuerto» ya era longeva. Muy longeva. Para empezar, pude disfrutar en dos ocasiones diferentes de la obra de teatro en la que se basa este film. La primera de esas ocasiones es la más relevante, ya que fue en la sala Flyhard de Barcelona, de aforo reducidísimo. Allá quedaba claro que el proceso creativo de Marc Crehuet no había sido «tengo esta idea y voy a meterla en una sala de teatro«, sino más bien «tengo esta sala de teatro y voy a ver qué idea puede aprovecharse de mejor forma en un espacio como este«.
Una puntualización: la Flyhard es una sala rectangular cuyo espacio central es el escenario, aunque este no está separado de forma particularmente especial de las filas de sillas en dos de sus laterales. Así las cosas, no parecía azaroso que «El Rey Tuerto» nos pusiera a dos palmos literales de una situación, de diversas situaciones de las que la gente como yo solemos mantenernos apartados. La idea era fomentar la atmósfera claustrofóbica para que el público tuviera que enfrentarse cara a cara a la historia de un antidisturbios que, por casualidades de la vida, se encuentra cenando con un anti-sistema al que le ha vaciado el ojo con una pelota de goma… Pero, ojo, porque el espectador también tenía que enfrentarse a mucho más.
De repente, el espectador se ve dentro de la cabeza de un cholo al que se le rompen los esquemas y de un anti-sistema al que le inoculan el mayor de los miedos al sistema. También de una choni que habita felizmente los lugares más comunes de su casta y de una mística que va de «salvemos el planeta» cuando no es capaz de ver más allá de la punta de la nariz de su propio narcisismo. Y ahí es donde la teatralidad del espacio reducido se revela como un factor imprescindible para convertir en realidad la voluntad del film, que no es otra que tocar la consciencia del espectador, de forzarle a mirar y, sobre todo, a vivir algo ante lo que normalmente apartaría la mirada. O, como máximo, lo miraría desde la lejanía. Desde detrás de la barrera.
¿Y por qué me estoy extendiendo tanto en este punto? Porque, según he podido leer en otras críticas, a «El Rey Tuerto» se le ha tildado de excesivamente teatral. Así que voy a intentar desmontar esas críticas. Para empezar, partiendo del hecho de que, para conservar su propio corazón, una historia como esta debe conservar su propia teatralidad. Lo fácil aquí hubiera sido sacar a los personajes del salón en el que ocurre todo. El film se estructura en forma de grandes escenas basadas primorosamente en el diálogo, a la manera de ese cine francés que sabe conjugar la chispa de una conversación con la elocuencia de un trasfondo (en este caso, político). Algo así como si el Assayas de «Après Mai» se encontrara con el Desplechin de cualquiera de sus épocas (por mantenernos en dos ejemplos presentes y no irnos a la puñetera Nouvelle Vague, que siempre queda bien como referencia pero está demasiado trillada, chicos).
Así las cosas: ¿por qué no variar el sitio en el que ocurren esas conversaciones? ¿Por qué no sacarlas del salón y ponerlas, qué sé yo, una en una cafetería, otra en la casa de la pija, otra en Plaça Catalunya? Hubiera sido más sencillo porque, al fin y al cabo, de esta forma Crehuet se hubiera asegurado que el público se encontrara con algo más cercano a los parámetros habituales a los que suele enfrentarse. En la variedad está el gusto… Pero también la dispersión. Y aunque una mayor variedad hubiera asegurado un producto más mainstream, parece más correcto apostar por una teatralidad que asegura la claustrofobia y mantiene intacto el corazón contestatario de «El Rey Tuerto«. ¿O acaso alguien podría criticar esa misma teatralidad en films como «La Soga«, «La Huella» o «Un Dios Salvaje«?
Además es que, más allá de esta decisión, Crehuet consigue luchar poderosamente contra la sensación de teatralidad usando tres armas muy afiladas: por un lado, un montaje que añade ritmo y brío: por el otro, una gracia innata para jugar al despiste genérico que mezcla comedia y drama y thriller y mucho más en una coctelera endiablada (algo que ya estaba presente en la obra original pero que aquí, al seguir de forma estricta el tempo del director, es todavía más impactante); y finalmente, una planificación de la escena en la que la alternancia de planos abiertos y cerrados mantiene al espectador con la lengua fuera, sin dejarle ni un segundo de respiro, llevándole de la (tensa) calma a la tensión más inquietante. La introducción de los planos cerrados, además, prioriza unas actuaciones mucho más afinadas que en la obra original: si en el teatro se impone el histrionismo para dejar claras las emociones imperantes, en el cine todo es siempre cuestión de sutilidad. Y esa sutilidad, esa contención, se agradece en la dirección de actores de Crehuet (hasta que la cosa se sale de madre y, entonces sí, bienvenido sea de nuevo el estimulante histrionismo).
Y aquí llegamos al punto que vas a odiar: ese en el que, habiendo explicado lo que he explicado en el primer párrafo, intento convencerte de que «El Rey Tuerto» es un peliculón. Espero que todo lo que he escrito entre el primer parágrafo y estas palabras deje claro que no digo tal cosa por amistad, sino que lo afirmo después de muchas reflexiones y deliberaciones. Aunque, al fin y al cabo, creo que lo que debería c0nvencerte de que «El Rey Tuerto» es uno de los films más necesarios de esta hornada patria no es ni la teatralidad, ni el montaje, ni la planificación ni nada que se le parezca. Lo impactante en el film de Marc Crehuet es que, al acabarse los títulos de crédito, te deja ahí, totalmente clavado en tu butaca, enfrentado a todo un conjunto de cuestiones sociopolíticas en las que normalmente no quieres pensar porque estás demasiado ocupado alimentando tu Instagram y tu Facebook y tu Twitter.
Da igual cómo entiendas «El Rey Tuerto«… ¿Como una revisión politizada de Pinocho en la que un muñeco de madera creado (deshumanizado) por la sociedad de consumo y por el capitalismo emprende un viaje inconsciente a la búsqueda de una lágrima final que le humanice de nuevo? Puedes entenderla así. ¿Como un enfrentamiento de psicologías creadas por el magma sociopolítico actual en el que todas tienen más defectos que virtudes y donde ninguna es mejor que la otra? También puedes entenderla así. ¿Un vibrante juego en el que toca descubrir si «El Rey Tuerto» es el que ha perdido el ojo o más bien alguno de los otros personajes (como esa choni a la que todos creen tuerta, medio tonta, pero que suelta las mayores verdades e incluso el aforismo final del propio film)? También.
Entiéndela como te dé la gana. Lo importante es que la veas. Y que la pienses. Y que te formes una opinión. Porque, en la era de la cultura como pasatiempo inocuo, Marc Crehuet ha creado un pepinazo que es entretenido hasta rabiar gracias a su ritmo impecable y sus diálogos afiladísimos. Pero, sobre todo, ha creado un film destinado a obligarte a que hagas algo que ya casi nadie te pide: que no escupas tu opinión en 140 caracteres y te quedes tan pichi, sino que sigas más bien aquel proceso ancestral en el que la opinión tiene que ir precedida de la reflexión. Y, ahora sí, dialoguemos. [Más información en el Facebook de «El Rey Tuerto»]
[taq_review]