Abordamos nuestra primera crónica del D’A 2016 a través de las visiones personalísimas de tres firmas muy personales: crónicas de autor para cine de autor.
El Festival de Cinema D’Autor de Barcelona 2016 daba su pistoletazo de salida el pasado jueves 21 de abril con un paso seguro y firme. Ya no hay espacio para inseguridades ni titubeos: siempre existe (y debe existir) cierta incertidumbre sobre si el público responderá a la propuesta programática, sobre si se venderán tickets suficientes para hacer solvente esa misma propuesta, pero lo cierto es que el D’A es consciente de que en esta edición ha hecho bien su trabajo. Se nota que el festival barcelonés ha superado el primer lustro de existencia y que ahora van embalados a completar la primera década haciendo lo que mejor saben hacer: poner sobre la mesa un programa cinematográfico al nivel de los Clase A de nuestro país.
Esto ya quedó claro a medida que, semanas atrás, el D’A iba anunciando su programación… Lo primero que hizo fue poner sobre la mesa los grandes nombres, las joyas de otros festivales que estarían presentes en esta edición del certamen barcelonés además de los estrenos de directores que no necesitan presentación alguna entre los aficionados al cine de autor. Con esto dejaban constancia de su finísima capacidad de hacer honor al propio nombre del festival a la hora de sintetizar lo mejor del cine de autor de la temporada. Lo segundo, sin embargo, fue ampliar el campo de batalla con nombres y películas menos conocidos y rimbombantes, puede ser, pero igual de importantes a la hora de definir los contornos del panorama autoral del siglo 21.
Lo dicho: al D’A 2016 se le intuye un paso firme y seguro, sin falsas humildades que no vendrían a cuento, con una maquinaria totalmente engrasada (todo funciona a la perfección en la coyuntura interna del festival y eso se nota en sesiones sin grandes retrasos en los horarios y mejoras maravillosas como la posibilidad de ir comprando las entradas de tu abono a través de Internet) y con ganas de seguir creciendo a base de trabajo bien hecho y de una finesse cinematográfica que ya ha empezado a enseñar la patita de algunas de las grandes temáticas de su línea programática.
Estemos a la altura del festival. Intentemos empezar a definir estas grandes temáticas…
EL CINE-OJO. La cámara como ojo que ve -y muestra- la sociedad de forma más fiable, verosímil y objetiva que el propio ojo humano es un precepto que puede interpretarse con una amplitud de miras que va mucho más allá de la formalidad del Kino-Pravda. Al fin y al cabo, hay ocasiones en las que una metáfora puede hablar mucho más a las claras de la sociedad del momento que la frontalidad representativa desnuda… Y esto es algo que el nuevo cine alegórico griego, ese mismo que parece estructurarse en torno a la figura de Yorgos Lanthimos y la productora Faliro House, tiene mucho más que claro.
«Chevalier» sería la última muestra de lo dicho, y también una de las más elocuentes. La alegoría que actúa de pulmón del film de Athina Rachel Tsangari es sencilla pero matadoramente efectiva (y tronchantemente divertida). La directora encierra en un barco a un total de cinco machos alfa (y una rémora) que se dedican a competir para conseguir un anillo de caballero: van evaluándose entre ellos absolutamente todos los aspectos de su vida y convivencia (cómo duermen, cómo se mueven, cómo comen… cuánto tardan en montar una estantería de IKEA) con tal de determinar quien es «el mejor en general». De esta forma «Chevalier» se revela como una alegoría en dos direcciones paralelas. Por un lado, la película es metáfora supurante de la sociedad ultra-competitiva en la que vivimos y en la que lo importante ya no es ser el mejor, sino ser el mejor a ojos del prójimo y, de paso, ser premiado por ello. Por otra parte, no resulta para nada casual que esta ultra-competitividad brote en el seno de una sociedad cerrada de hombres como signo absoluto de una rancia estructura social preeminentemente masculina y patriarcal que acaba alcanzando su clímax absoluto en el momento en el que los protagonistas se enzarpan en una icónica y memorable competición para ver quién tiene la polla más grande. Permitidme el maximalismo, pero es que «Chevalier» contiene más verdad que toda la producción documental de este año.
Por otra parte, parece que Brillante Mendoza ha reencontrado su voz en la tradición más clásica del cine como representación de la sociedad… Y eso es algo que el cineasta iba necesitando después de una imparable cuesta abajo en su filmografía que llegó a límites aborrecibles en el pseudo-terror de «Sapi«. «Taklub«, sin embargo, nace de la necesidad de dejar constancia del paupérrimo estado en el que el tifón Haiyan sumió a parte de Filipinas. Los títulos de crédito muestras algunas de las fotografías reales que inspiraron las historias que el director trenza con maestría. Y no voy a negarlo: la voluntad de Mendoza a veces es demasiado «on your face» y parece que te esté metiendo el dedo en el ojo continuamente para provocarte el lagrimón más grande posible, eso por no contar una producción de sonido verdaderamente desastrosa. Pero todo lo dicho no consigue ocultar el hecho de que «Taklub» no sólo es el mejor Brillante Mendoza desde hace mucho tiempo, sino que es uno de esos escasos films en los que el exceso sentimental no sólo está justificado, sino que es de vital importancia. No emocionarse ante una cinta como esta sería como mantenerte impertérrito cuando tu mejor amigo te está explicando que se ha muerto su padre. Algo bárbaro sólo apto para gente sin corazón.
JUVENTUD, DIVINO TESORO SEXUAL. Resulta interesante observar cómo en los primeros días del D’A 2016 ya han convivido dos películas que muestran el despertar sexual en la juventud de formas diametralmente opuestas, con pretensiones que nada tienen que ver la una con la otra y, evidentemente, con una capacidad para levantar expectativas totalmente contrarias.
«Las Plantas«, Gran Premio del Jurado Generation 14+ en la pasada Berlinale, es una de esas películas que hablan con voz baja a la historia de narrar la historia de Florencia (ojo al hecho de que una película titulada «Las Plantas» esté protagonizada por alguien cuyo nombre se acorta en Flor), una chica que vive prácticamente sola al cargo de su hermano, un ser en estado vegetativo que requiere atención continua. La madre de ambos pasa una larga temporada en el hospital, lo que convierte la casa familiar en el feudo de la joven y sus amigos, dos chicos con los que ensaya coreografías de inspiración j-pop y con los que asiste a ferias manga disfrazados de personajes manga. Por debajo de la trama, sin embargo, corren dos fuerzas igual de oscuras. Para empezar, Flor se obsesiona con un cómic titulado «Las Plantas» que habla de cómo, por la noche, las plantas invaden cuerpos humanos para poder moverse por el mundo (algo que, inevitablemente, está ligado a la voluntad de la protagonista de encontrar una salida al estado «vegetal» de su hermano). Y, por otro, ese acto de «posesión» se conecta lúbricamente con el acto de posesión absoluto: el sexo, que la protagonista del film de Roberto Doveris descubre en un fascinante y memorable juego a través de una puerta de cristal que acaba por convertirse en metáfora absoluta de la frontera que el acto de copular marca entre la niñez y la vida adulta.
En contraste con «Las Plantas«, «Bang Gang (Una Historia de Amor Moderno)» contrapone el ruido, la aparatosidad, el exhibicionismo y la confusión general del cine de autor más cool con la vacuidad más absoluta. La película de Eva Husson se abre con un tono cercano a «Las Vírgenes Suicidas» de Sofia Coppola, y no es difícil seguir el rastro de esta misma directora hacia el uso de una música molana y una eterna fascinación (rara vez justificada) por la guayonería de la adolescencia. El problema es que «Bang Gang» no deja de ser un panfleto reaccionario y cateto que posiciona al espectador como habitante del siglo 21: ¿en serio que todavía seguimos facturando ficciones que primero se muestran fascinadas con el sexo (en grupo, en este caso) juvenil para acabar condenándolo por la vía del castigo divino (en forma de ETS curada con una píldora)? Me sorprende que a «La Vida de Adele» se le tachara de heteronormativa pero que, sin embargo, no tengamos una palabra para denunciar este tipo de ficciones que siguen empeñadas en mostrar una visión viejuna del sexo juvenil como algo en lo que deleitarse pero que finalmente ha de ser castigado. Señores, señoras: las generaciones que vienen detrás nos pegan cuatro patadas en cuestiones de sexo y de estructuras mentales a la hora de asimilarlo. Y no sé qué es peor, si censurarlo directamente o permitirse el buenrollismo de representarlo en el mayor de los oropeles para al final retractarse y decir «ay, no, pero usad condón para evitar que la picha se os caiga a trozos, ¿eh?«.
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LA PERSPECTIVA ASIÁTICA DEL TIEMPO Y DEL ESPACIO. El eterno retorno es uno de los pilares en las doctrinas que han reinado en Oriente durante la historia: ya sea para budistas o hinduistas, el samsara que gira eternamente no tiene nada que ver con la linealidad que se ha transmitido en occidente durante siglos a través del cristianismo. A pesar de la occidentalización de Oriente, los pilares de lo que una vez fueron cimentan la sociedad, y salen a relucir en la narrativa más autóctona.
El tratamiento del tiempo en «Kaili Blues» de Gan Bi es una cosa que pocas veces antes se ha dado: ya no es un instrumento, sino el propio eje y protagonista de la historia. La primera mitad, en un pueblo del sudoeste de China donde desde las persecuciones de la Revolución Cultural no ocurre nada, se cuenta en un orden discordante y no-lineal que se contrapone con el plano secuencia que invade la segunda mitad al salir su protagonista de dicho pueblo. En estas comunidades rurales olvidadas e ignoradas donde cada día es el mismo y la gente vive en sus recuerdos, el presente y el pasado tienen el mismo valor. Contar la historia de una manera lineal tendría tan poco sentido como contarlo del revés: la nula necesidad de una medida de este tiempo hace que todos los relojes estén pintados en las paredes.
Y de la nada, la ruptura. Con un lirismo impoluto las manecillas empiezan a girar y, aunque a veces el protagonista se encuentre con rastrojos de su pueblo de origen -como cuando se encuentra con Weiwei y su reloj de pulsera dibujado en la muñeca-, la escena sigue sin parones hacia adelante. «Kaili Blues» es para dejarse llevar y esperar que la propia película se desenvuelva ante los ojos, con paciencia y atención: es poesía y, como tal, cambia de ritmo, acelera, se repite, vuelve atrás. Exhaustivamente medida, no es casualidad que las agujas del reloj empiecen a girar cuando sugieren que el ya no tan pequeño Weiwei vuelva a la escuela y escape del limbo que ha invadido su vida. Y al final, vuelta a Kaili, el eterno retorno y el retorno a la eternidad parada, los relojes vuelven a girar hacia atrás.
En «Happy Hour«, irónicamente, lo que guía la trama no es el tiempo, sino el espacio. Las relaciones entre cuatro mujeres japonesas y las particulares de cada una son expresadas íntegramente en espacios llenos, espacios vacíos, espacios difuminados y espacios que se van comiendo uno al otro. La tradición oriental dicta que la balanza entre diferentes elementos es vital para llevar una vida sosegada, y sigue siendo la base de diferentes pensamientos que han nacido de oriente, desde el feng-shui (o el fusui japonés) al clásico taoísta del ying y el yang. El film de Ryusuke Hamaguchi luce este balance en todos los niveles, desde la estructura de la cinta misma que se divide en tres partes proporcionales que aunque merme la continuidad se pueden distinguir con facilidad, hasta el balance entre los protagonistas que se rompe cuando una de ellas desaparece y el caos empieza a reinar.
A nivel de historia, son numerosas las caídas de los personajes, que no aportan nada a la narración en sí (excepto cuando una de ellas se queda en muletas) pero que ocurren cada vez que sufren de algún tipo de desequilibrio emocional. La hermeticidad de la realidad de la mujer japonesa es mostrada a través de rostros impasibles y todo lo que no se dice ni con palabras ni con gestos se cuenta con la imagen magistralmente. Cuatro mujeres detalladas con mil pinceladas a lo largo de cinco horas, con personalidades nada histriónicas que surgen de pequeños pormenores que serían imposibles de detectar en hora y media de metraje.
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El arranque del Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona nos dejó en su primer fin de semana con algunas joyas de las que vale la pena hablar un poco. Lo cierto es que, hasta el momento, el nivel de películas está siendo muy notable, y las tres que vienen a continuación merece ser reseñadas y, por supuesto, vistas…
Seguramente la palabra que mejor define la última película del director sur-coreano Hong Sang-soo sea «encantadora«. Con «Ahora Sí, Antes No» estamos ante una hábil e inteligente aproximación al “Boy Meets Girl” de toda la vida, y es que gracias a esa duplicada narración la cinta explora con lucidez las distintas posibilidades a la hora de actuar y relacionarnos con las personas; descubrir la importancia de expresar o no un pensamiento, de llevar a cabo un determinado gesto o acción… y cómo pueden estos cambiar el curso de un encuentro y sus conclusiones.
La historia de un exitoso director de cine y una joven que se dedica a la pintura nace de lo sencillo e incluso banal para, finalmente, acabar alimentándose de los matices y enriqueciendo así su doble relato. Sang-soo enamora con su cotidianidad, comicidad, cercanía y costumbrismo en una historia entre personajes torpes sujetos en cierto modo al azar de lo tragicómico de la vida.
Es bueno comprobar en «Chronic» que Michel Franco se mantiene fiel a su estilo tras la cámara en su nuevo largometraje tras la contundente «Después de Lucía» (2012). La aspereza, incomodidad y dureza del mejicano suma y sigue, su cine ofrece grandes lecciones de pulso cinematográfico en este relato sobre el dolor y la soledad de la pérdida que es conducido de forma soberbia por un contenido Tim Roth.
El recorrido de este enfermero durante toda la película parece el de un muerto en vida, el de una persona que ya no vive para sí misma sino única y exclusivamente para los demás. La cinta no explora sólo a su protagonista principal, sino las vidas de muchas otras personas y sus enfermedades y aflicciones.
Michel Franco es coherente con el tono de la película desde el minuto uno y, pese a su discutido final -no por mi parte-, estamos ante una obra tan mesurada, estudiada, rígida y eficaz como lo era su anterior trabajo. Y, sobre todo, ante un realizador insobornable que sabe diseccionar con precisión el dolor ajeno y propio.
«Dead Slow Ahead» es, en palabras de su director, una película que explora el movimiento. La cinta de Mauro Herce no es fácil de visionar y, al mismo tiempo, resulta absolutamente necesario hacerlo. El viaje de un carguero y su tripulación desde que parte del puerto hasta sus largos días en las profundidades del océano es el escenario ideal que ha elegido su autor para traernos esta obra fantasmal en la que la «narración» viaja a través de sus imágenes, sus texturas, colores… Y, sobre todo, de su sonido en uno de los mejores usos que uno haya experimentar en mucho tiempo.
Queda en manos de quien observa decidir ante qué clase de película nos encontramos o de lo que realmente quiere hablarnos, y no sería recomendable dar detalles más allá de lo estrictamente formal para no interferir en las distintas impresiones.
A «Dead Slow Ahead» se la ha comparado con el documental británico «Leviathan» (2012, Lucien Castaing-Taylor y Verena Paravel) y, aunque su director deteste esta comparación, es cierto que en ella podríamos descifrar algunas de sus claves, pero únicamente en el modo en el que la película es abordada. Más allá de eso, es un absoluto misterio el resultado final que cada uno sustrae, porque esta es una obra para los sentidos y para la imaginación en la que el terror, el suspense o la sencilla pero inquietante cotidianidad de un viaje puede dejar huella en nosotros de distintas formas.
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