1. ESCAPISMO. El cine de género está comunmente asociado al escapismo. Y, en tiempos de crisis, está claro que el caballo ganador es aquel que apueste por un hedonismo como vía de escape de la realidad. No parece para nada fortuito que estemos viviendo el auge de las adaptaciones cinematográficas de cómics con Marvel a la cabeza, y tampoco se puede dar la espalda a la asimilación de la subcultura como algo cool tanto en TV (con «Lost» como gran normalizador) como en el cine, donde ya no sorprenden ficciones donde el sci-fi bordea lo indie y autoral (por poner un ejemplo, esa «Another Earth» que también brilló en una edición pasada de Sitges). Pero tampoco puede decirse que esta línea temática escapista sea algo que el festival esté explorando de forma novedosa e inquieta: es, precisamente, su principal línea de programación. Así que no es de extrañar que la selección de esta edición haya abrazado cintas como «The World’s End«, donde el trinomio formado por el director Ed Wright y los actores Simon Pegg y Nick Frost se chotea de un fin del mundo muy británico después de haber hecho lo propio con los apocalipsis zombies (en «Shaun of the Dead«), las pelis de policias («Hot Fuzz«) o el cine de marcianos («Paul«). Es este, además, un film que parece actuar de coda a otra temática que resultó muy relevante hace un par de años: el fin del mundo que también circuló por las pantallas del Festival de Sitges gracias a cintas como «Melancolía», «The Turin Horse» o «4:44 Last Day on Earth»
Pero hay que ir con cuidado: que el Festival de Sitges haya hecho de esta línea programática su principal seña de identidad no significa que no pueda buscarle nuevos pliegues, tal y como demuestra, por ejemplo, la confrontación entre dos trabajos tan diametralmente opuestos como «Machete Kills» y «Prince Avalanche«.
MACHETE KILLS. Robert Rodríguez vendría a ser el epítome del tipo de director adorado en Sitges: su abrazo desprejuiciado del cine de género no busca coartadas ni impone cortapisas, sino que simple y llanamente concibe sus películas como parques temáticos empeñados en abducir al espectador y hacerle olvidar que existe el mundo exterior durante hora y media. «Machete Kills» sería la montaña rusa del parque temático de Rodríguez: un vertiginoso viaje a alta velocidad que no se preocupa de sofisticar un guión cogido por los dedos y extraído de los mejores / peores clichés del cine de espías y agentes secretos adaptados, eso sí, a una cultura chihuahua fronteriza entre EEUU y México donde proliferan las armas, los complots políticos… y la sangre. No hay que pedirle más a esta nueva entrega de films pensados y concebidos como vehículo para el lucimiento y la canonización casi religiosa de Danny Trejo en la piel de Machete: su sucesión de tronchantes despropósitos (los dientes de Demián Bichir, las tetas-metralleta -¿metra-tetas?- de Sofía Vergara, la zorrupía aspirante a Miss interpretada por Amber Heard…) son la mejor forma de abordar cualquier tipo de escapismo. Y eso es, precisamente, jugando a subir las apuestas cada vez más, despendolando cada vez más una propuesta ya de por sí recalcitrantemente despendolada. Y lo mejor de todo es que, de cara a la tercera parte, Rodríguez promete llevar a Machete al espacio. ¿Es esto o no lo es subir las apuestas hasta lo indecible?
PRINCE AVALANCHE. En las antípodas de «Machete Kills» o «The World’s End«, «Prince Avalanche» apuesta por otro tipo de -doble- escapismo. Para empezar, un escapismo estético y formal: la mejor forma de definir el film de David Gordon Green es decir que sería lo que Kelly Reichardt haría si se viera en la tesitura de tener que dirigir una película para la Factoría Apatow. Y aunque «Prince Avalanche» no llega a los límites de contemplación de, por ejemplo, ese otro habitual del festival que es Apichatpong Weerasethakul, sí que hay que reconocerle su dulce voluntad de desacelerar el ritmo de las comedias que suele protagonizar su principal intérprete, Paul Rudd. El segundo escapismo es aquí puramente emocional: los dos personajes que trabajan pintando líneas en una carretera en medio de la nada están escapando de algo. Alvin (Rudd) engalana su galopante peterpanismo en una suerte de amor a la soledad y a la naturaleza puramente anacoretas que le sirven para no comprometerse realmente en su relación de pareja; mientras que Lance (Emile Hirsch) escapa de un exceso de hedonismo ya impropio de su edad, un treintañero sin trabajo ni ataduras pero con el modus vivendi del capitán del equipo de fútbol en el instituto. En ambos personajes y en ambos escapismos anida una sonora colleja a una generación perdida que se está quedando amilanada ante la situación que le ha tocado vivir, que no se esfuerza en buscar posibilidades porque ya les han machacado que no existen posibilidades (ni en lo emocional, ni en lo social ni en lo laboral). Pero, sobre todo, «Prince Avalanche» es un magistral retrato de una masculinidad de nuevo siglo marcada a fuego por los mencionados patrones de hedonismo y escapismo: una masculinidad a la que gusta espejarse sobre el prójimo en un delicioso patrón de bromance autoconscinete.