[dropcap]I[/dropcap]ain Forsyth y Jane Pollard, que ya se habían encargado de grabar una serie de documentales para promocionar la remasterización de los ocho primeros álbumes de Nick Cave, recibieron el encargo por parte del artista de registrar algunas escenas que ayudaran para promocionar el que debía ser su nuevo disco, «Push The Sky Away» (Bad Seeds Ltd, 2013). Pero, al final, el proyecto se convirtió en algo mucho grande, tal y como explica el cantante: «Las imágenes de estudio eran tan atractivas que decidimos ampliar la idea«. Repito: estas son las palabras del propio Nick Cave explicando la génesis de «20.000 Días en la Tierra«. Son estas unas palabras que, desde mi punto de vista particular, me parecen de una lucidez extrema por motivos que probablemente al propio autor se le escapan. Para empezar, porque dejan clara la naturaleza ambigua y mutante de la cinta de Forsyth y Pollard: es un «documental» que nace de un movimiento puramente promocional pero que acaba siendo más bien una película que tampoco es que sea una película al cien por cien, porque presuntamente mantiene cierta forma e intención de documental.
Hay una segunda implicación en las palabras de Nick Cave que resultan elocuentes a la hora de abordar la crítica de «20.000 Días en la Tierra«: el artista habla en plural, dejando claro que, aunque el film venga firmado por Forsyth y Pollard, es un proyecto en el que él está implicado de forma muy pero que muy profunda. Y esto es algo que atenta directamente contra la naturaleza y la etimología de cualquier documental: ¿dónde se ha visto un documental en el que el objeto de estudio decida la relevancia de lo mostrado? En este caso, Cave no sólo decide que lo grabado era lo suficientemente interesante como para montar un documental al respecto, sino que se puede percibir en todo momento la mano enfundada en guante de hierro del artista actuando de forma subrepticia por debajo de absolutamente todo lo que vemos. Al fin y al cabo, es difícil no concebir «20.000 Días en la Tierra» como una biografía en la que el artista se esfuerza en seguir construyendo su propio personaje, un personaje brillante y fascinante… pero también muy pero que muy lejos del ser humano que a muchos gustaría divisar en algún momento u otro a lo largo y ancho del metraje.
Habrá quien diga que lo anteriormente criticado no tiene fundamento porque, al fin y al cabo, nadie ha dicho aquí que el trinomio formado por Cave, Forsyth y Pollard haya pretendido hacer un documental en ningún momento, sino que esto es más bien «una película sobre Nick Cave» (¿o más bien «una película de Nick Cave«?). Puede ser. No voy a decir que no. Pero entonces ya hay que posicionarse en lo personal: ¿qué tipo de interés tiene para ti, como espectador, una película que nos habla de un personaje que ya hemos visto una y mil veces? Estoy hablando del Dios griego, del caballero andante, del superhombre renacentista… Todos esos mitos que la post-modernidad se empeñó en tirar abajo anteponiéndole la partícula «anti»: hace eones que lo que nos interesa son los héroes con grietas, los dioses con fisuras que muestren una humanidad palpitante bajo la piel.
Eso es lo que no se muestra en ningún momento en «20.000 Días en la Tierra«: Nick Cave pone a trabajar a sus directores para, entre todos, construir un personaje sin fisuras. Lo cierto es que lo consiguen con creces, con momentos de una belleza cinematográfica y conceptual extrema: los tramos en los que el artista conversa con los «fantasmas» (muy reales) de personas importantes en su vida mientras viaja en coche son brillantes; el archivo fotográfico que se dedica a recuperar la memoria de Cave (y que es una recreación del Centor de Artes de Melbourne) es fascinante; la casa de Warren Ellis (que no es su casa de verdad, sino una fabulación recreada) es lo más parecido al descanso del guerrero que obtendrá el alma del artista; la presencia de Brighton como un personaje más es extenuamentemente bella y estilizada; las actuaciones y ensayos son una bola de energía que cuesta tragar debido a su pureza descarnada… Imposible encontrarle mácula alguna a la forma pluscuamperfecta de «20.000 Días en la Tierra«.
Y, sin embargo, es necesario volver a lo mismo: ¿qué interés tiene esta visión unilateral y deificada que Nick Cave ofrece de sí mismo? No hay discursos paralelos que le pongan en entredicho, sino que todas las apariciones de terceros están ponderadas para que alimenten la versión oficial. De hecho, estas apariciones de terceros acaban siendo engullidas por la verborrea del propio Cave: un torrente de palabras bellísimas pensadas para deslumbrar y subyugar, pero que en muchas de las ocasiones acaban siendo vacuas filigranas que no dicen nada de la persona y sí mucho del mito que se quiere «vender». Casi podríamos decir que nos encontramos ante un ejemplo de propaganda que no por bella es menos fascista: ¿no habíamos aprendido le lección y habíamos dejado de creer en mitos?
Será precisamente por eso por lo que el momento en el que todo adquiere un nuevo sentido (y, de nuevo, supongo que este es un sentido que aparece de forma involuntaria, como una chispa que se escapa inconscientemente de la hoguera que controla el propio artista) es precisamente cuando Nick le pregunta a Kylie Minogue si no le da miedo ser olvidada. Esa es la dimensión de su figura que le interesa a Cave: pasar a la historia, perdurar como un Dios a través de los tiempos. A lo que Kylie le responde dejando que caigan todas sus defensas: «Sí, me da miedo ser olvidada… Y estar sola«. Así, con una réplica pluscuamperfecta de apenas dos segundos, la australiana demuestra mucha más humanidad que la que Nick Cave ha dejado entrever en todo el metraje y nos obliga a relativizar esta figura heroica que el cantante y los directores nos intentan hacer tragar durante casi dos horas.